martes, 7 de abril de 2015

METRO: Amarillo sobre gris. (Relato completo)



Día 1.
            Un sonido fuerte y desconcertante me hace sentir aturdido, mi despertador está sonando. Torpemente alcanzo la lámpara sobre mi mesita y la enciendo para encontrar y apagar el despertador.
            Me levanto, me ajusto la cintura de los pantalones del pijama, enciendo la luz de mi cuarto y a continuación subo la persiana para ver a una Barcelona nocturna, aún durmiente a las 06:00 am.
            Entro en el lavabo, me acerco al lavamanos, abro el grifo y me enjuago la boca. Luego me pongo frente al váter, levanto la tapa, me bajo los calzoncillos y orino. Al acabar me seco con papel higiénico, me vuelvo a subir la ropa, cierro la tapa y tiro de la cadena.
            Me lavo las manos mientras miro mi cara en el espejo, las sienes se me están volviendo plateadas y dos líneas verticales en las comisuras de mi boca cruzan mi tez desde la nariz hasta el mentón.
            Me froto con jabón las manos, abro el grifo, me las enjuago, cierro el grifo, cojo la toalla, me las seco, vuelvo a dejar la toalla en su sitio y salgo del lavabo en dirección a la cocina.
            Una cafetera de acero me espera sobre el mármol, llena de café frío que preparé el día anterior.
            Cojo un vaso de cristal y una vieja taza gris del estante de la vajilla y vierto el café en la taza, abro la puerta del microondas y la pongo dentro. Abro la nevera y saco una botella de zumo de manzana amarillento con la que lleno el vaso de cristal.
            El microondas hace “ping”.
            Saco la taza y me la llevo a la mesa del comedor junto al vaso. Barro con la mano las mollejas que quedaron sobre el mantel de la cena de ayer. Me siento y le doy un sorbo a la taza de café. Está hirviendo.
            Dejo la taza sobre la mesa otra vez y le doy un sorbo al zumo de manzana. Está helado. Aún así me lo bebo poco a poco.
            Una vez he acabado el zumo, acerco la taza de café a mis labios y vuelvo a probarlo: la superficie está tibia, pero el resto está frío. Me lo bebo también.
            Bostezo y estiro los brazos, empezándome a despertar. Pronto me ducho, me visto con un jersey negro, unos pantalones grises y salgo a toda prisa de casa. Una vez en la calle, miro mi móvil, son las 6:30. Entro en la estación de metro de Jaume I y espero en el andén.
            En el banco de piedra hay sentada una mujer obesa  con rasgos andinos y un chico de unos 30 años con la cicatriz de una quemadura en la cara y en el dorso de la mano derecha, con la que sujeta un móvil. Al fondo del andén hay una chica con un vestido negro y el pelo blanco a la que no llego a ver bien. El metro llega, la mujer andina, el chico de la cicatriz y yo entramos en un vagón. El interior está casi vacío así que me siento en uno de los asientos grises reservados a gente mayor y la mujer andina se sienta en el del otro lado. El chico de la cicatriz sigue toqueteando su móvil, agarrado a una de las barras que hay cerca del acordeón que separa los vagones.
            Llego a la estación del Comte duc d’Almodia y me bajo, en dirección al edificio de oficinas de Acromasa. Trabajo en el sector de I+D de la empresa, me gano el sueldo diseñando aparatos que permitan al consumidor hacer lo que le dé la gana sin renunciar a una vida de sedentarismo absoluto en la que solo tenga que estar tumbado en el sofá mientras un robot criado le hace las tareas de casa.
            Desde hace unas semanas, nada más llegar el nuevo jefe de personal, nos han pedido que trabajemos en el desarrollo de la inteligencia artificial, para poder crear robots con la capacidad de imaginar y desarrollar proyectos, ya que según la presidenta de Acromasa, los sueldos de los trabajadores de I+D no salen a cuenta y hemos de ser remplazados por robots: los robots que ahora mismo estamos diseñando.
            – ¡Hola! – Me saluda Víctor, uno de mis compañeros de trabajo, al verme salir de la estación de metro.
            En unos minutos, Víctor, Roxy, Eduard, Laia y yo ya estamos en nuestra oficina-laboratorio, rodeados de planos, ordenadores y piezas de metal y plástico. No obstante, ninguno teníamos ganas de trabajar mucho, así que nos pasamos el día repasando códigos sin programar nada nuevo.
            A la hora del café, Roxy nos contó que su marido y ella están pensando en tener un tercer hijo y los cinco debatimos durante toda la hora sobre si este mundo está preparado para los niños o no era buen momento para tener hijos.
            El día pasó más rápido que de costumbre y llegué a casa otra vez a las 8 de la noche, no era un horario muy digno, pero ganaba bastante dinero por ahora.
Saqué las sobras del pollo precocinado que comí la noche anterior y las volví a recalentar en el microondas para cenar. Me lavé los dientes y después estuve un rato pedaleando en la bicicleta estática, luego me preparé el café para la mañana siguiente. A las once me puse el pijama, me tumbé en la cama y observé desde lejos la foto enmarcada y tumbada del revés sobre una estantería, foto que llevaba casi dos años sin levantar de ahí.
Apagué la luz.




Día 2.
            De pronto, un sonido estridente me hace sentir desconcertado, mi despertador está sonando. Son las 06:00 de la mañana.
            Voy al lavabo, me enjuago, orino, recaliento el café, me lo bebo, me ducho, me visto con los mismos pantalones grises y el mismo jersey negro de ayer y salgo de casa.
            Hoy, en el andén de la estación Jaume I solo estaba la chica del pelo blanco y yo. Era la misma chica que llevaba viendo cada mañana desde hace año y medio. Cuando llego, ella siempre está esperando sentada en uno de los bancos de piedra, pero jamás se sube al metro. Me pica la curiosidad y me acerco lentamente al otro extremo del andén.
            Al encontrarme a unos siete metros de la chica, ella se gira y me mira con expresión algo temerosa, así que dejo de avanzar y me siento en el penúltimo banco de piedra para no alertarla.
            Me subí al metro y bajé nuevamente en la parada del Comte duc d’Almodia, para llegar a tiempo al trabajo.
            Hoy han despedido a Roxy, desconocemos el motivo, el nuevo jefe de personal solamente nos ha dicho que nos apañemos sin ella, y que quiere los robots con inteligencia artificial acabados para noviembre o nos despide a todos.
            Al volver a casa paso por una farmacia abierta 24h y compro unos ansiolíticos.
            Una vez en mi cocina, rebusco en la nevera, encontrando tan solo un yogur caducado apoyado al fondo de un estante. Me lo como.
            Preparo el café para mañana, pedaleo en la bicicleta estática y voy al lavabo a hacer de vientre. Cojo una vieja revista de moda de mi mujer apoyada en el bidet y la hojeo, en varias páginas sale una modelo con el pelo blanco vistiendo un traje amarillo y gris, recordándome a la mujer del andén.
Tenía el pelo corto para ser una mujer, no le llegaba a los hombros. Los pómulos se le marcaban en una tez huesuda y hexagonal. Su nariz y sus labios eran pequeños, al menos comparados con sus ojos grises, tan grandes que casi rallaban la deformidad, a decir verdad parecía un personaje de anime. Seguramente era albina, pues no había ni rastro de melanina en su pelo ni en su piel extremadamente pálida.
Me subí los pantalones y tiré de la cadena. Dejé la revista otra vez en su sitio, me lavé las manos, abrí la ventana y salí cerrando la puerta.
Una vez en mi habitación, me puse el pijama y me tumbé en la cama. Como era de costumbre, miré la foto enmarcada tumbada sobre un estante, aún a día de hoy me costaba aceptar que ella se había ido y que no iba a volver.
Apagué la luz.





Día 3.
El sonido molesto y estridente me despertó por enésima vez. Me enjuagué la boca, oriné, recalenté el café, me lo bebí, me tomé un ansiolítico, me duché, me vestí y salí de casa.
Entré en la estación de Jaume I y recorrí todo el andén, en el que hoy había tres o cuatro personas esperando, y me senté justo al lado de la chica albina del pelo blanco y los ojos grandes, vestida con una camisa gris y una falda negra que le llegaba hasta los pies.
Ella me lanzó una mirada de miedo y asombro, y yo no fui capaz de saludarla como previamente había planeado.
El metro tardaba un poco más de la cuenta en llegar y yo la miré de reojo, fustigándome mentalmente mientras pensaba que no estaba bien que un hombre de mi edad siquiera se plantease lo que me estaba planteando con una jovencita como ella. Y me sorprendí tremendamente cuando ella separó las piernas y a través de la falda se distinguió un prominente bulto que no podía ser de unos genitales femeninos. Se me fue la saliva por el otro lado y comencé a toser frenéticamente. Llegó el metro y yo me subí corriendo, sin parar de toser y con la cara como un tomate.
– ¿Está usted bien? – Me preguntó un chico con una cicatriz de una quemadura en la cara.
– Sí, gracias, no es nada, gracias – le agradecí repetidamente mientras tomaba asiento.
Al llegar a la estación del Comte duc d’Almodia, cogí mi móvil y mire la hora, ¡eran las siete y diez! Me apresuré en entrar a toda prisa. Subí por las escaleras corriendo y ya me encontraba a medio camino de la oficina cuando el déspota, ofensivo, obeso y bigotudo jefe de personal se interpuso en mi camino.
– ¿Cuál es el eslogan de Acromasa? – Me dijo él con desprecio.
            – ¿Cuál es el eslogan de Acromasa? – Repitió al ver que me sentía incómodo.
            – ¿Cuál es el…? – Comenzó a repetir otra vez.
            – El eslogan es Nosotros llegamos primero, señor – Le contesté.
            – En primer lugar – comenzó a farfullar él de forma iracunda – si me vuelves a interrumpir cuando te hablo, iré al puto cementerio, desenterraré el cadáver de tu puta mujer de mierda y la violaré encima de esa jodida mesa llena de basura a la que llamas despacho, ¡y al acabar me correré en tu cara, coño! – me escupió gotas de saliva mientras me chillaba, echando en mi cara un aliento de olor escatológico – y ahórrate lloriquearle a los capullos de recursos humanos otra vez, estás despedido.
            – ¡¿Qué?! ¿Por qué? – pregunté, aguantando las exasperantes ganas de darle un puñetazo en toda la cara a aquel asqueroso engendro.
            – Como bien has dicho antes – bajó un poco el tono el bigotudo – nuestro eslogan es Nosotros llegamos primero, y tú hoy has llegado tarde, así que, o no eres de los nuestros o estás insultando a la marca Acromasa, sea como sea, no te quiero aquí – se sacó algo de entre los dientes con la lengua – te he dejado el finiquito encima de tu mesa.
            – Disculpe, pero el metro ha llegado tarde, no puede hacerme esto, además, tengo un contrato de permanencia – le dije.
            – He dicho que te largues, ¡coño! – me gritó, agarrándome del cuello del jersey y poniéndose de puntillas para parecer más alto (o menos bajito). Sea como fuere, algo dentro de mí dejó de funcionar bien en aquel preciso instante y empotré aquel bigotudo contra la pared gris, le agarré de la corbata amarilla con una mano y con la otra le di un puñetazo en la cara. Y luego otro. Y luego otro. Sonaba como al cascar un huevo en el borde de una sartén, pero más fuerte. Cuando volví en mi mismo, el bigotudo yacía inmóvil a mis pies y todos mis compañeros de oficina me rodeaban, observando la escena, asombrados.
            – Tranquilo – me susurró Víctor mientras me cogía de la mano y me la abría para soltar el trozo de corbata que aun agarraba – ya ha acabado, no es culpa tuya.
            Yo entré en pánico e intenté huir del lugar con los ojos húmedos, pero Laia me agarró y me paró.
            – Todos le odiábamos, no vamos a contárselo a nadie – me dijo ella.
            – Lo he matado, ¡lo he matado! – dije mientras me derrumbaba hacia el suelo, llorando a moco tendido.
            – No está muerto, tío, no flipes – comentó Eduard – creo que solo está inconsciente.
            Mis compañeros llamaron a una ambulancia para que se llevase al bigotudo comatoso, diciendo que se había tropezado y se había golpeado en la cabeza al caer. También rompieron el finiquito, pero lamentablemente nuestro jefe ya lo había presentado a sus superiores durante los 10 minutos en los que había estado ausente a primera hora, así que estaba despedido igualmente.
            Me quedé durante el resto del día con ellos y me dijeron que me avisarían si el jefe despertaba.
            Finalmente, después de un día doloroso, volví a casa. Al buscar en la nevera algo que cenar no encontré nada, así que decidí irme a la cama sin cenar y sin pedalear en la bicicleta estática.
            Me acosté en la cama y observé la foto tumbada en una estantería. Me volví a levantar y la alcé por primera vez en dos años: en ella estábamos Natsumi y yo, en nuestra boda en Yokohama. Los recuerdos volvieron a mi mente y no pude hacer otra cosa que volver a dejar la foto tumbada bocabajo y meterme en la cama entre sollozos.




Día 4.
El estridente sonido del despertador me hizo abrir los ojos, enjuagarme la boca, orinar, echar el café en un vaso de cristal, echar zumo de manzana en una taza, meter la taza en el microondas, sacarla y beberme ambos descubriendo que lo que realmente había calentado había sido el zumo y no el café. Me duché, me vestí y salí disparado de casa. No fue hasta que estuve sentado en el banco del andén de la parada de metro cuando recordé que ayer me habían despedido.
            Miré a mi izquierda y vi al fondo de la estación al chico de la quemadura y a la “chica” albina. Respiré profundamente y decidí subir las escaleras mecánicas para volver a casa. Estaba a punto de pasar por las puertas del validador de tickets cuando el furtivo recuerdo del sueño de esta noche me vino de repente a la cabeza: yo y la chica aquella, besándonos apasionadamente. Y la súbita pregunta ¿A qué o a quién esperaba allí cada mañana a las 6:30? Lo más probable fuere que mi jefe me denuncie al salir del coma y que me caiga una multa que no pueda pagar; pasándome lo que me queda de vida metido en una celda gris con un traje amarillo de preso; no tenía nada que perder por husmear en la vida de aquella desconocida. Bajé de nuevo las escaleras al andén y me asomé desde el otro lado de la pared gris y amarilla que decora la estación.
            El metro llegó y el chico de la cicatriz se subió, mientras que la chica se volvió a quedar allí sola otra vez. Pasaron varios minutos durante los que ella miró a ambos lados de la estación repetidas veces, pero finalmente se levantó del asiento, se acercó a la vía y saltó. Yo me acerqué, pensando que se quería suicidar, pero la vi caminar por la vía hasta adentrarse en el túnel y desaparecer en la oscuridad. Quise seguirla, pero una mujer de rasgos andinos bajaba por la escalera mecánica y temía que reaccionase mal al verme bajar a las vías. Subí y salí de la estación.
            Volví a mi casa, más solitaria y vacía que nunca. Todo me parecía absurdo.
            Me tumbé en la cama y dormí un rato más, por la tarde fui a comprar comida y programé el despertador para que me levantase mañana también a las 6:00, a pesar de ser sábado y no tener trabajo.




Día 5.
            El irritante sonido del despertador me hizo abrir los ojos y ponerme en pié. Fui a orinar y me vestí rápidamente para bajar a la parada de metro, y una vez allí no encontré a nadie. Miré mi móvil, eran las 6:10, veinte minutos antes de la hora a la que solía estar allí, así que me esperé hasta verla aparecer. No apareció.
            Eran ya las 7:45 cuando me di por vencido y volví a mi casa, cansado y agotado.
            Me senté en mi cama y me puse a jugar a varios juegos gratuitos que encontré por la red, cuando de pronto me llegó un mensaje de Whatsapp de Víctor, me decía que el jefe estaba mejorando y que pronto despertaría, además de que irían a verle esa misma tarde.
            Dicho y hecho, cuando por fin llegó la tarde, Víctor, Eduard, Laia y yo fuimos al hospital de la Vall d’Hebron a ver al hombre bigotudo que yacía aún inconsciente. Los médicos decían que se recuperaría pronto, que había sufrido una importante lesión en el lóbulo occipital y que seguramente perdería un tanto por ciento de su capacidad visual, pero que podría seguir haciendo vida normal.
            Mientras esperábamos a que nos dejasen entrar, estuvimos en la salita del fondo del pasillo, hablando sobre el hecho de que ninguno de nosotros habíamos logrado ponernos en contacto con Roxy desde que la despidieron, es como si se hubiese esfumado.
            Cuando por fin pude ver el rosto del hombre del bigote, sentí una mezcla de miedo y culpa, aunque mis compañeros me dijeron que no me delatarían por nada del mundo. Laia y Eduard se fueron yendo al cabo de un rato mientras Víctor me explicaba que tarde o temprano alguien le hubiese dado una paliza al hombre del bigote, y que si él hubiese sido el que le hubiese dado la paliza, se habría asegurado de no haberle dejado con vida. Se fue y me quedé yo solo, reflexionando sobre lo que ocurrió, lo que ocurriría y lo que estaba ocurriendo en este mismo momento.
            ¿Habría alguna forma de evitar que aquel hombre me denunciase? Quizá sí, pero eso no fue lo que pensé en aquel momento, pues él comenzó a mover los dedos de las manos y a proferir un grave gemido en señal de estarse despertando. No podía dejar que despertase. Repasé con la mirada toda la habitación del hospital hasta dar con el gotero con el que le metían los calmantes, al lado del monitor que marcaba sus constantes con pitidos y una línea amarilla que iba formando el dibujo de una sierra. Envolví mi mano en la manga del jersey para no dejar huellas y comencé a aflojar el cierre del gotero para subir la dosis hasta que se quedó dormido otra vez. Salí de la habitación del hospital, y mientras cruzaba la puerta, oí el terrible pitido consecutivo que anunciaba una parada cardíaca. Vi pasar uno de aquellos carritos de metal con planchas de shocks eléctricos y fármacos en jeringuillas como los que salen en las series de médicos cuando a un paciente se le para el corazón. Escuché desde el pasillo el sonido de las planchas siendo frotadas con vaselina y luego dándole descargas eléctricas al hombre del bigote, sin lograr que su pulso volviese, hasta que los médicos se dieron por vencidos. Uno de ellos preguntaba la hora para apuntarla en el informe médico y otro comentaba el hecho de que le parecía absurdo que alguien que se estaba recuperando se muriese de golpe, sin previo aviso. Yo no creía que eso estuviese pasando realmente, no podía creer que hubiese segado una vida con mis propias manos. Así que no lo creí y me fui a casa.
            Aunque en realidad no llegué a mi casa, me quedé sentado en un banco de la estación de Jaume I hasta quedarme dormido. Me desperté a las tres de la madrugada, cuando unos encargados del TMB me cogieron y me echaron fuera de la estación. De pronto recordé a la chica del pelo blanco y les pedí a los encargados que me dejasen ver las cintas de seguridad del viernes a las 6:45 de la madrugada, pero me dijeron que no me dejarían y que esas cintas no existían, pues las cintas de seguridad terminaban a las 6:40 y hasta las 6:50 no comenzaba a gravar la siguiente, haciendo evidente el hecho de que nadie jamás sabía que la chica albina bajaba a las vías en aquel justo momento.
            Así que a partir de aquel instante me propuse volver a encontrar a la chica y seguirla cuando la viese bajar a las vías.




Día 6.
            La luz amarillenta y el calor del Sol me hicieron abrir los ojos, estaba tirado en mitad de la calle, me debía de haber quedado dormido de camino a casa. Había perdido mi cartera, mis llaves, mi móvil y mis zapatos,  supuse que me habían robado, así que me dirigí a la comisaría de policía y denuncié el robo de todo aquello. La comisaria, con expresión amable, me dijo que me sentase y le dijese el número de mi móvil. Lograron encontrarlo con el GPS y yo recuperé mis cosas, además de que arrestaron a los ladronzuelos que me las habían quitado. Me sentí extraño al ver como esposaban y metían en el calabozo de la comisaría a aquellos adolescentes engominados con expresión de frustración y desprecio hacia la autoridad mientras yo seguía suelto, habiendo cometido un delito mucho peor. Me sentí tentado de entregarme, pero nadie me estaba buscando y todo el mundo había creído que el jefe de personal había muerto de forma natural, así que de alguna forma nadie más que yo podía demostrar que había sido un asesinato, era como si jamás hubiese ocurrido.
            Comí en un restaurante de camino a casa y me pasé toda  la tarde volviendo a aprender a tocar aquel antiguo violín que llevaba dos años en un cajón.
            Pedaleé en la bicicleta estática, cociné algo para cenar y puse el despertador a las 6:00 am antes de irme a dormir.

            Aquella noche tuve un sueño, un sueño en el que acariciaba la cara de aquella chica albina y la mirada penetrante de sus gigantescos ojos me llegaba hasta lo más profundo del alma.


Día 7.
            El ruidoso escándalo del despertador me hizo abrir los ojos y yo me levanté como un rayo, me vestí lo antes posible y bajé al andén de Jaume I. Eran las 6:10 y estaba totalmente vacío. Me senté en uno de los bancos grises. Al tocar las 6:20, alguien con una túnica gris con capucha entró en el andén por el otro lado, se quitó dicha prenda de ropa para guardarla en su bandolera y pude darme cuenta de que efectivamente era ella. Afiné la vista y pude darme cuenta de que bajo la falda asomaba una cola larga y gris, parecida a una cola de rata. Los minutos pasaron y ella seguía en ese rincón, sin hacer nada. Cuatro metros cruzaron la estación y yo no me subí, cosa que pareció alertarla a ella, así que a las 6:40 hice ver que me iba de la estación para ocultarme en un rincón del andén.
            – ¿Puede acompañarnos un momento? – me dijeron dos encargados del TMB que se me llevaron del lugar sin que yo pudiese hacer nada. Una vez en la calle, un coche de policía se me llevó arrestado por asesinato. De alguna forma, descubrieron que yo había matado al hombre del bigote, pero, ¿cómo?
            La expresión amable y agradable de la comisaria se convirtió en una mueca terrorífica que imponía respeto, sobre todo cuando me enseñó los vídeos de las cámaras de seguridad del hospital en las que se veía perfectamente mi cara y cómo abría el gotero de los calmantes hasta matar a aquel hombre. Acabé en el calabozo de al lado de los ladrones que ayer me robaron el móvil, se pasaron toda la noche riéndose de mí y diciéndome que ellos en un par de días estaban sueltos y que yo me pudriría en la cárcel.


Día 8.
            Pasadas las veinticuatro horas, Víctor y Laia aparecieron y pagaron mi fianza para que me dejasen libre hasta la fecha del juicio, en el que evidentemente iba a salir culpable. Así que no lo dudé un solo segundo: Al día siguiente volvería a ir a la estación para seguir a la chica albina, costase lo que costase.


Día 9.
Allí estaba yo, bajando las escaleras hacia el andén a las 6 y pico de la madrugada por enésima vez, sin que nada más me importase que encontrar a la chica. Esta vez procuré ponerme de tal manera que no me viese la cámara de vídeo y esperé pacientemente a que la chica, siempre sentada en el último banco de la estación, mirase hacia los lados por última vez y bajase a las vías para adentrarse en el túnel, dejando ver una, efectivamente, cola de rata que asomaba por detrás. Yo salté a las vías y la seguí.
            – ¡Eh, usted, no se puede bajar a la zona de vías, está prohibido! – gritó uno de los tres encargados del TMB que parecieron casi de la nada.
            Yo hice caso omiso y seguí hacia el túnel, pudiendo ver como la chica apretaba un ladrillo de la pared y se abría una puerta secreta tras un burladero que había en mitad de un túnel.
            Una luz cegadora se avecinó rápidamente.



Día 10.
            Esta pasada madrugada, en la estación de Jaume I de la línea 4 de los Transportes Metropolitanos de Barcelona, un hombre se tiró a las vías para suicidarse, y cuando tres encargados de TMB intentaron ayudarle, vino el metro y murieron los cuatro (…)
Fragmento traducido extraído de una noticia del periódico de Barcelona El Punt Avui del 8/10/2015.




Epílogo:
            En realidad no morí. Las cámaras llegaron a gravarme bajar a las vías, pero entre los trozos mutilados de cadáveres que sacaron no estaban los míos. Logré llegar al burladero y cruzar al otro lado de la puerta. Allí detrás descubrí un mundo ajeno a la superficie, un submundo inescrutable, oculto a los ojos de los seres humanos y a sus mentes escépticas. Un mundo gobernado por hombres y mujeres rata, con largas colas, pigmentación nula, grandes ojos y rasgos totalmente andróginos: es cierto, la “chica” del andén era en realidad un hombre: un hombre rata. No obstante, aquel inframundo insospechado bajo Barcelona era el lugar perfecto en el que un fugitivo dado por muerto podía ocultarse, además, había vuelto a conocer el amor.

            – Hombre rata, te amo – dije; y le amé.

jueves, 5 de febrero de 2015

Paisaje de fantasía.


Más ilustraciones de Robot Dungeon, el videojuego que estoy programando.

Monstruos.

Más Monstruos.

Todavía más monstruos.

Joder, cuantos monstruos.

Comic cutre en el que ilustro la caída de Ciudad Turbina, autodestruida por su alcaldesa para evitar que los piratas del cielo la abordasen.

Doctor Waltworth Goodberg Nothor, Doc para los amigos. Inspirado en el Doctor Emmet Brown de Regreso al futuro.

Dríades.

Game art de un robot de vapor.

Game art de Eve White, uno de los personajes que puedes usar.

Boceto cutre de Mr Noir, trasformándose en su forma final.

Flames at Sunrise, grupo de death metal en cuya vocalista está inspirado el personaje de Eve White.

Bocetos de los monstruos.

Boceto de Tir, el oso panda.

Bocetos de los sprites de los personajes.

Boceto descartado de Tir.

Boceto de Ciudad Turbina.

Game art de Ray Von Gold, uno de los personajes disponibles.

Game art de Reed Índigo Veley, otro de los protagonistas.

Ilustración de los personajes principales hecha con paint.

Game art de Saas'Eek, el príncipe de los mares.

Bocetos de personajes secundarios.

Boceto de Tic Tac, el robot ayudante del Dr Nothor.

Game art de Tir.

Boceto de Tubular Lord, guardián de Ciudad Turbina y primer jefe del juego.

Boceto de la primera pelea del juego.

Game art de Victoria, la protagonista.

Boceto de otro jefe.

Construyendo cosas raras con Minecraft.